Marcos Rodríguez Leija
- Miriam López y Jorge García
- 28 oct 2015
- 15 Min. de lectura

Marco Rodríguez Leija nació en Nuevo Laredo, Tamaulipas en el año de 1973, desde los 16 años él se ha dedicado al periodismo y a la literatura.
Participó en el libro colectivo de "En las fronteras del cuento"; actualmentees colaborador de revistas mexicanas y extranjeras.
Su literatura se basa más en el suspenso, el terror y la ciencia ficción.
Ha ganado el Premio Nacional del Periodismo.
Algunas de sus obras son "Exhumación de sueños lúgubres" y "Pandemónium", en ellas se pueden encontrar una gran cantidad de cuentos cortos.
~Obras~
"EL SUEÑO"
Misraím despertó exaltado sobre la cama del hospital en el que fue internado a consecuencia de un accidente automovilístico. Había tenido una pesadilla: La ciudad era una plancha enorme de asfalto y edificios derruidos, sin árboles ni extensiones de agua. Todos habían muerto durante una guerra devastadora, a excepción de él, quien se vio en el sueño correr con desesperación entre llamaradas, sobre cadáveres deshechos y cocidos por el fuego.
Misraím colocó una de sus manos en el pecho aún dolorido. Quiso bajar de la camilla pero le fue imposible, se lo impidieron varias mangueras metálicas conectadas a su espalda. La pesadilla real era peor. Resucitó cien años después de permanecer en coma. Su cuerpo ya no era como el de un humano. La mitad de sus extremidades estaban hechas de un metal extraño y desconocido para él, quien no tenía más alternativa que aliarse a un batallón de androides para retomar la guerra, una guerra que años atrás un pueblo ajeno al suyo había perdido a miles de años luz del planeta Tierra.
El cuento narra cómo un hombre despierta de un coma de 100 años; nos explica la impresión de una persona al descubrir que sus extremidades han sido reemplazadas por metal y saber que debe unirse a una guerra de otro planeta ajeno al suyo (Tierra).
LOS DINOSAURIOS
En la quietud del desierto
reposa la silenciosa piedra.
Muda testigo del tiempo
esconde los más antiguos secretos.
Pocos lo saben
muy pocos lo han descubierto
adentro de cada piedra
hay un dinosaurio durmiendo.
Esta pequeña rima nos da a entender en cualquier lugar se puede encontrar vestigios de un dinosaurio (esqueletos, huellas), pero que pocos han tenido la fortuna de descubrirlos.
QUÉ FUE DE TI CIUDAD MUCHACHA
Nací en una ciudad muchacha que envejeció de pronto.
Tendida sobre los peores males
desprende el aroma de los desahuciados
los pies le sangran
por caminos de espina y brasas.
Si hubieras andando aquel de piedra y lodo
no te retorcerías en dolores que te muestran incurable
muchacha ultrajada por hombres diestros
en los malabares de la lengua que emborracha corazones.
Fuiste de uno y de otro
te poseyeron tantos dejándote extraviada.
Una locura te impide recordar tu nombre
pronunciarlo arrastra un eco antiguo apagándose.
¿Qué fue de ti ciudad muchacha
perdida en laberintos de palabras recurrentes?
Me duele verte despellejándote muchacha anciana
en el dolor que desprende el aroma de los desahuciados
mientras cobija los temblores de tu cuerpo la sombra de la muerte.
El poema nos describe una ciudad, la cual está maltratada y descuidada, y que por consecuencia cayó pronto en la ruina. Todo culpa de sus habitantes.
Además narra el sufrimiento que padece el autor por su ciudad natal.
~Obras (Parte 2)~
Caín
Un aullido se confundía entre el lejano ladrar de perros. Caín corría con desesperación por el bosque. El fantasma del temor se posesionaba de su joven alma a cada paso. La incertidumbre le apresuraba cada vez más las piernas. Iba escondiéndose entre la oscuridad que proyectaban los árboles con la medianía del alba. Se deslizaba como una liebre que trata de escapar de un lobo hambriento en luna llena. Como eludiendo a un cazador salvaje que ansía capturar a su primera presa, para sacarle el corazón y bautizarse con su sangre caliente, para luego beberla y verterla sobre su cuerpo.
Caín llevaba la cara pálida de miedo, parecía haber visto al diablo, pero no creía en él, como tampoco creía en Dios. Tenía apenas seis años, hipotéticamente le quedaba mucho tiempo por vivir y por aprender un sin fin de cosas aún desconocidas para él, pero en ese instante la angustia no le permitía pensar en ello. El miedo a lo desconocido lo obligaba a correr desenfrenado, con la intención de mantenerse lo más lejos posible de quienes deseaban asesinarlo.
Por su mente pasaba la imagen de su madre bañada en sangre, convulsionándose en el suelo al igual que su padre. Seguía escuchando en sus oídos los horribles gritos de dolor. Le retumbaban en la cabeza como si fueran cristales molidos, pero a pesar de ello continuaba en su carrera sin rumbo fijo, como un demente. Tenía un nudo en la garganta que le impedía gritar o pedir auxilio. Caín no conocía el llanto. No conocía a nadie más. No sabía dónde buscar ayuda, estaba solo, sin nadie que pudiera protegerlo, sin saber a quién decirle que había visto cómo asesinaron a sus padres. Estaba indefenso. Material y totalmente indefenso. No pudo evitar aquel hecho tan perverso y prefirió huir antes de ser la próxima víctima. Tenía miedo de caer en las garras de la muerte. Le era imposible borrar el momento en que allanaron su hogar aquellos seres que reflejaban furia en sus rostros y llevaban también consigo la sed de venganza. Él no sabía por qué, su edad aún no le permitía comprender el motivo por el cual obraron de esa manera tan cruel y despiadada, dejándolo huérfano y desamparado.
Cansado en su búsqueda frenética por encontrar algún refugio, llegó hasta donde estaba una laguna y ahí se detuvo. No sabía nadar. Dudó por un momento si lanzarse al agua o esperar a que la muerte despiadada cayera sobre él, pero después de un instante sintió tranquilidad al ver que nadie lo seguía.
Se sentó junto al estanque y algo extraño, algo que jamás había visto, llamó su atención. Estaba presenciando todo un acontecimiento que le era agradable. Un pequeño ciervo con un cuerno en la frente estaba junto a él. Caín lo observaba con detenimiento. Le sorprendía el reflejo del animal en aquel charco, y más al ver que la imagen del cuadrúpedo se movía y adquiría distintas expresiones cuando bebía el agua.
El pequeño quiso hacer lo mismo. se agachó e inclinó su rostro para beber de la laguna. Al hacerlo sintió quemarle la garganta. Tenía sed de algo más. Una sed que el agua era incapaz de saciar y que no alcanzaba a precisar. No le dio importancia, lo que quería en ese momento era tan sólo poder contemplar su rostro, con comprensible manía narcisista y quizá inocentemente jugar a deformarlo, como lo hacía el animal. En ese instante, el amanecer abrió los ojos. Un día más llegaba, dejando atrás todos los temores que trasmite la noche. En eso, el cuerpo del pequeño empezó a convulsionarse, se llevó las manos al cuello; sentía asfixia, le era imposible respirar. Un ardor insoportable le empezaba en la garganta recorriéndole todo el cuerpo.
Caín cayó al agua, pero no murió ahogado. Jamás comprendió por qué mataron a sus padres. No alcanzó a entender su verdadera naturaleza. Ni el porqué nunca pudo ver su reflejo en la laguna, ni comprender la perenne insistencia de sus padres al conminarlo a dormir antes de que saliera el sol.
*Cuenta la historia de cómo un niño de 6 años presenció la muerte de sus padres y que huyó hasta ir a un lago, donde se encontró con un ciervo; el nunca pudo ver su reflejo en el agua, y al beber el agua sintió ardor en la garganta, y al salir el sol empezó a convulsionar y sentir un ardor en todo su cuerpo; todo indicaba que él era un vampiro.
Border City
Después de muchos años de un destierro involuntario volvió a la tierra que se tragó su ombligo, pero Richie López ya no era el mismo como tampoco lo era el lugar que lo vio nacer, aún con los cotidianos remolinos de polvo que parecían darle la bienvenida entre serpentinas danzas, aún con el mismo sol de infierno y las estrechas calles de cemento carcomido.
Poco había en la memoria de cómo fue durante su niñez aquella ciudad arrodillada a los pies de un país erguido como un perverso capataz. Casi no recordaba aquel pueblo desfallecido y mutilado por el Bravo, un río voraz que vomitaba la sangre de los ejecutados por el narcotráfico y se atragantaba a diario de los fallidos sueños y esperanzas de braceros mexicanos sorprendidos por la muerte, en su búsqueda por escapar de la miseria. Porque allá todos son pobres, le aseguró su padre, el que se lo llevó a vivir al otro lado, con los americanos, con los dueños del mundo y una buena parte de la tierra que un día fue de México y que de pertenecerle ahora, no sería más que basureros de famélicos menesterosos cohabitando entre ratas, fango. La madre de Richie era una de esos menesterosos, según su padre. Pero Richie se negaba a creerlo. Por eso ahora estaba ahí, en el lugar donde nació, en busca del reencuentro con un pasado poco familiar, en busca de su madre, además de la misión que debería cumplir para el clan al que pertenecía, una banda de narcotraficantes de la cual quería escapar, como también deseaba liberarse de la adicción que lo mataba lentamente.
La muerte lo rondaba siempre. Estaba ahí, en la flaca sombra que proyectaba su mortecino cuerpo, consumido por el crack, de piel pegada al hueso como la de los perros maltratados por la vida y que un día cualquiera amanecen muertos de hambre sobre la banqueta de una calle desolada, sin que nadie les dé cristiana sepultura porque no son más que eso, animales, perros, nada.
La boca de un mundo desconocido se abría para devorarlo. Mientras cruzaba el puente y veía en el espejo retrovisor empequeñecer una bandera que no era la suya pero que de niño le enseñaron a venerar, mientras dejaba atrás por primera vez un país ajeno al de sus raíces, recordaba las palabras de su padre:
—Allá se sufre, se sufre mucho. Allá no hay vida. Allá te mueres y te arrojan a los buitres.
Y él creía que todos lo mirarían con odio por abandonar la Patria como un hijo ingrato, que sus parientes lo lincharían por haber dejado a su madre a la buena de Dios, en un lugar sin esperanza para sobrevivir al hambre que todos padecían. Y se imaginaba a las personas devorarse unas a otras como en una historia de ficción hollywoodense.
Pero a la vez, iba envuelto en una inmensa frustración. Richie casi había olvidado su lenguaje original, había perdido los pocos recuerdos de su niñez, del barrio. Pero por más que hacía el intento era imposible vislumbrar siquiera imágenes polarizadas.
El fuerte sacudir de una bandera enorme, donde al centro un águila devoraba a una serpiente, lo arrebató de aquel letargo al anunciarle su llegada. La piel se le erizó, un nudo en la garganta le impidió responder de inmediato el saludo del policía fiscal que le dio la bienvenida a México. Por fin estaba en México. Cuántas ganas tenía de visitar ese país, de conocerle las entrañas, de dejarse acariciar por la esquizofrénica tranquilidad de sus calles y su gente, de su música mitificadora de hombres desalmados y asesinos, de su droga, sus cervezas y mujeres que según le habían dicho, por unos cuantos dólares le daban de comer a un hombre y le hacían el sexo hasta extasiarlo.
Sobre su Lincoln rojo sangre, impecable, con la Virgen de Guadalupe pintada sobre el cofre, recorrió las primeras calles de la ciudad. Al principio, todo a su alrededor eran videobares donde sólo negros, gringos y chicanos cantaban a grito abierto canciones acompañadas por mariachis. En cada esquina había un McDonald’s, una puerta que decía: Yes. W’ere open. Luces de neón ofreciéndole Budweiser, Coors, Fried Chicken, Fire Womens in the best table dance show of Mexico: “Hondureñas, mexicanas, las mejores mujeres que hayas visto, bato, pásale. Si quieres droga, también te la consigo: anfetaminas, marihuana, lo que quieras”.
Todo escenario era distinto a lo que imaginó. Todo era diferente a lo que su padre le había dicho. El lugar era un poco similar a la ciudad de la que provenía, pero sin edificios que aparentaran acariciar el cielo, sin calles perfectas y bien estructuradas, sin señalizaciones viales en cada esquina ni semáforos sincronizados. Con un poco de desorden, como en los barrios chinos, de negros y centroamericanos que había en Estados Unidos.
Pero conforme aquella boca maloliente se lo tragaba, fue descubriendo poco a poco el rostro mugriento de mujeres y niños suplicantes por una moneda para poder comer. Y su piel se estremeció de nuevo. ¿Su madre realmente era una de ellas?, se preguntó en silencio, mientras dos pequeños de apenas seis años hacían malabares en una esquina. Y pensó que su vida pudo ser igual de no haber sido arrebatado de los brazos de la mujer que lo parió.
—Allá estarías pidiendo limosna, muriéndote de hambre. Comiendo perros callejeros —la voz de su progenitor seguía en su cabeza, malaconsejándolo sobre aquel pueblito fronterizo al que no quiso regresar jamás. Quizá para no acordarse de su pasado miserable. Tal vez porque le debía cuentas a la justicia, a los narcos, a su ex esposa, a los de su propia sangre. O posiblemente por salvarlo en realidad, de un sufrimiento impío.
Al adentrarse más al vientre de aquel lugar, resaltó la imagen de un futuro lleno de incertidumbre. Con ojos tristes, las casas de las fachadas cochambrosas lo veían pasar. Y él creía que hasta le hablaban, que le decían: “Por qué volviste. Este lugar ya no te pertenece”. Y en efecto, era un desarraigado. De sus raíces sólo conservaba la devoción a la Guadalupana, un poco de español mal pronunciado y en la cartera una fotografía desgastada de su madre con él en brazos.
—¿La quieres ver? —le preguntó su padre antes de que partiera.
—Sí —Richie le respondió.
Era hacia donde se dirigía, al barrio donde le contaron que había nacido y donde esperaba ansioso encontrar a una mujer ya consumida por los años, consumida por el dolor que significa perder a un hijo.
Allí, en ese lugar recóndito, alejado del corazón de la ciudad, también había acordado entregar la droga. Guiado por un mapa dibujado, llegó al suburbio donde lo recibieron calles enlodadas, casas de madera vieja a punto de caerse y mal construidas entre riachuelos de agua fétida donde flotaban animales muertos y basura. A un lado jugaban unos niños sin zapatos. Ahí husmeaban los animales en busca de algo para comer. Richie se estremeció al ver aquel escenario deprimente. Tenía razón mi padre, concluyó.
La gente del lugar volteó a ver el auto impecable al abrirse camino entre el lodazal. Richie se estacionó y sus pies pisaron un suelo de tierra pegajosa por una lluvia que nunca presenció, perros sarnosos corrieron a su encuentro para ladrarle como a un extraño, para olfatearlo desesperadamente.
Sacó de su cartera aquella foto y se acercó a una anciana que no supo darle informes. No era de allí, venía de lejos, como la mayoría a los que interrogó para poder dar con la mujer que tanto anhelaba conocer. Había cambiado todo, ya no existía nada de aquella atmósfera que veía borrosa al fondo de un papel raspado y desteñido, donde su madre lo cargaba en una imagen congelada. Incluso pensó que todo era un engaño. Que ahí no creció, que ahí no había ninguna pizca de su pasado.
Pero Richie tenía que hacer la entrega. Ya habría más tiempo para buscar, para encontrar a la mujer que lo parió, para resucitar recuerdos que poco a poco empezaban a invadirle la memoria cada vez que pisaba el suelo. Es más, creía escuchar sus propias risas al corretear junto con otros niños, junto a sus padres.
Caminó al auto. Lo esperaban. Lo habían identificado por sus pantalones baggies, por su antebrazo y el tatuaje de un Cristo envuelto en la Bandera Mexicana, por las placas del auto y la imagen de la Virgen de Guadalupe en el cofre.
Estaban ahí, dos hombres, aguardando su llegada para hacer el trato, de pie sobre sus botas de piel de toro con punta metálica, enfundados en sus camisas de cuadros y pantalones de mezclilla en los que descansaba una pistola escuadra en cada uno.
Richie sonrió al verlos cuando uno de ellos encendió un puro y lo apagó de un pisotón en aquella tierra lodosa. Era la contraseña para reconocerlos. Pero la risa de aquellos hombres no fue una risa como la de Ricardo Richie López: de éxito, de bienvenida, de fue un agrado hacer un trato con ustedes. Aquel gesto fue irónico, de bienvenida pero al mundo de nunca saldrás. Y sacaron sus armas. Y Richie los vio extrañado y se detuvo de golpe. Y de golpe las balas penetraron su cuerpo. Y de golpe cayó de espaldas a un suelo fangoso ahora también pintado de sangre. Y mientras la muerte se acercaba al cuerpo tembloroso para robarle el alma, Richie escuchó más claras sus carcajadas de niño y vio el rostro de una mujer joven, alegre, junto a su padre, abrazándolo, colmándolo de besos.
Los homicidas se acercaron. El tiro de gracia esparció los sesos del desarraigado sobre el charco de agua fétida donde quedó inmóvil. Después de marcharse los pistoleros, los habitantes del suburbio salieron de sus casas y se abalanzaron sobre el cuerpo para destajarlo a cuchilladas como a una res. Los perros también se pelearon por aquel manjar. Entre los niños, hombres y mujeres en disputa por un poco de carne para matar el hambre, estaba la madre de Richie, quien sin ver con detenimiento la fotografía que el muerto sostenía en la mano, la arrojó a un lado, para seguir cortando, desesperada, una de las extremidades de la víctima.
Richie al buscar a su madre y conocer sus raíces, se encuentra con su propia muerte y no logra conocer a su madre; al ser asesinado, es devorado por la gente del barrio, entre ellos su madre. Una situación muy irónica.
El monstruo
El corazón habla a través de la mirada.
Sus ojos dicen lo que le resulta imposible expresar a la mujer que observa desde el otro extremo de la barra, oculto entre los rayos de sombra formados por una luz opaca.
Es tímido. Pero es sólo uno de los tantos defectos que tiene. Cuando una mujer le gusta siempre se lo guarda y escribe un poema ilustrado con una rosa sin igual, como sólo él sabe bosquejarlas en el cuaderno que diario carga bajo el brazo.
Aunque no estudió, ningún graduado en artes plásticas es capaz de hacer retratos al carbón como los que él traza en pocos minutos, sin necesidad de un molde como ejemplo. Fue una cualidad que Dios le dio a cambio de una voz y un rostro como el de cualquier gente. Pero, precisamente, por no ser como los demás, destaca de los parroquianos con caras de asesino, y las prostitutas de vientre flácido entre los que se mezcla.
Visita el mismo bar todas las tardes. Se toma dos cervezas, contempla a las mujeres que llegan en busca de alguien que les haga compañía, y se va, sobre ese parsimonioso andar que lo caracteriza. Hoy no es un día como cualquier otro en El Milagro: hombres manoseando culos y besuqueando grotescos labios color naranja, mientras él únicamente observa a la dicha desbordarse en otros. Está animado, dispuesto a declarársele a esa mujer de labios de fresa y mirada de pantera.
Y le escribe un verso:
Mujer, mujer sin nombre, tu mirada es un arrullo de pájaros en primavera. Tu voz, esa voz que aún no conozco, el canto de las hadas que convierte las tardes de tormenta en pictórico paisaje para los enamorados. Mujer, mujer sin nombre, dichoso será aquel que amanezca embalsamado por la mirada de tus ojos.
Se toma otra cerveza y sale del rincón penumbroso en el que siempre se refugia para ocultar su feo rostro y la lujuria que dispara su mirar. La mujer no lo ve. Voltea hacia otra parte. Parece buscar a alguien. Quizá a un cliente, como la mayoría de las mujeres que visitan el lugar. Pero él no piensa en ello. Embriagado por la belleza de la rubia se dirige a ella con la intención de cortejarla con aquel detalle original, fascinante como le llama el cantinero, a quien le gustaría contar con las cualidades literarias y plásticas que tiene El Monstruo.
El corazón es una relampagueante sístole y diástole. Está nervioso. Su mano temblorosa, sucia y tosca, de uñas largas y negras, toca el hombro aterciopelado de la mujer. Cuando ella voltea, él le muestra una dentadura amarillenta y empalmada. Pero ocurre lo que siempre imaginó: el rechazo. La cara de miedo en la gente al ver su inhumana apariencia. Aunque, la rubia no es precisamente una mujer. Das asco, piensa él. Al menos esa es la expresión que denota el rostro del homosexual al verlo de cerca. Qué hubiera hecho una mujer en su caso, se pregunta. Quizá gritar y desmayarse al verme.
El poema queda en el suelo. Todos lo pisan. La tinta se corre al mojarse con la cerveza que derrama un ebrio. Aquel hombre sale desconsolado. Recorre las calles de siempre, cabizbajo, aprisa, procurando que nadie lo vea de cerca. Los perros le ladran como si fuera una rata. Los gatos se erizan como si vieran a un fantasma. Es el colmo, cavila. Acelera el paso para acortar las tres cuadras de distancia que hay de la cantina a su casa, un arrabal donde la miseria se refleja en las fachadas sucias de los vecindarios hacinados, en las calles enlodadas, en los niños descalzos que corren asustados cuando lo ven llegar.
Pero alguien lo espera dentro de una pocilga de madera a punto de caerse. Recostada sobre un colchón desvencijado, está su madre, una viejecita jorobada que ya no puede incorporarse. Le pide que se acerque para darle un beso, como siempre, en su deforme y repugnante cara. La ve, con gesto melancólico desde el rincón donde un grupo de moscas rondan una vasija con restos de comida olorosa a muerto. Escurren lágrimas por sus mejillas mientras muerde con sus dientes malformados un pedazo de pollo frío y pegajoso.
El Monstruo se acerca a la anciana. Hace un sonido gutural como intentando decirle que la quiere como a nadie, que lo perdone por lo que hará con ella, pero ya no aguanta más vivir así, rechazado por todos, aprovechando su deformidad para atracar a la gente amparado por la noche.
Con las manos toscas y grasientas atenaza el cuello de su madre y aprieta, aprieta fuerte hasta que la tez de la mujer se pone roja, morada y después palidece. Queda con los ojos bien abiertos, como a punto de salir expulsados. Lo ven con miedo, como la gente que se topa con él en la calle. Se arrodilla junto al colchón donde yace el cadáver de su madre y llora. Llora incosolable, de impotencia, de coraje.
Grita enloquecido, frustrado por su defecto. No hay nada más que pueda detenerlo ahora. Es un monstruo endemoniado. Se acerca hacia la vieja parrilla y deja escapar el gas. Luego toma un fósforo entre sus manos para que el fuego consuma la casa, a su madre, a las moscas que se dan un festín con la comida olorosa a muerto adentro de una vasija.
Morir calcinado no se compara al infierno heredado por el destino. Mientras las llamas escalan las paredes, él espera el final. La incineración de su vida, de su trágica y mísera vida.
El cuento nos describe lo que pasan las personas con algún “defecto”; como son rechazados por los demás, viéndolos como “monstruos”, orillándolos a suicidarse o deprimirse.
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